La familia de las crucíferas está formada por más de 3.000 especies, entre las que se incluyen algunas muy recurrentes en nuestras mesas como el brócoli, la coliflor, las coles de Bruselas, el repollo, el kale o los grelos; y otras más desconocidas, que van haciéndose un hueco en las verdulerías, como el romanesco, cuyo nombre científico es Brassica oleracea. También conocida como coles de torre, es una variedad de col originaria de Italia, donde se consume desde hace varios siglos. De hecho, las fuentes relatan que comenzaron a cultivarse a lo largo del siglo XIX. Con el devenir del tiempo, esta actividad fue extendiéndose a otros países como la Bretaña francesa, Francia, el sur de Inglaterra y, desde hace unos años, España.
Quienes se hayan topado con este curioso alimento se habrán quedado maravillados con su inusitado e inconfundible aspecto, pues luce un intenso color verde lima y, además, una serie de protuberancias cónicas, que se disponen según las leyes de la geometría fractal. Es decir, forman una estructura que se repite de forma idéntica a lo largo de su cuerpo. Proporciona un gusto suave con un ligero toque amargo y una textura muy tierna, por lo que reclama poco tiempo de cocción.
Lo que aporta
Como el resto de las crucíferas, el romanesco regala un sinfín de beneficios nutricionales. Apenas contiene grasas y un 90% de su composición es agua, por lo que el aporte calórico es muy escueto, siendo ideal para quienes siguen dietas de adelgazamiento o hipocalóricas. Atesora generosas cantidades de minerales, especialmente potasio, fósforo, magnesio, hierro y calcio. Es rica en fibra, que mejora la función intestinal evitando la retención de líquidos y el estreñimiento, y favorece el control de peso debido a su poder saciante.
Por otro lado, despunta por su alto contenido en vitamina C. De hecho, consumir 100 gramos proporciona la cantidad diaria recomendada. Como bien es sabido, se trata de una vitamina con acción antioxidante, la cual ejerce una labor fundamental en el fortalecimiento del sistema inmunológico. También posee vitamina K, que es esencial para la correcta coagulación sanguínea -de ahí que se la conozca como la ‘vitamina de la coagulación’ o ‘vitamina hemorrágica’-; y vitamina E, que previene contra el daño provocado por los radicales libres, los cuales están en el origen de la mayor parte de las enfermedades degenerativas. Asimismo, contribuye con una buena cantidad de vitaminas del grupo B, especialmente ácido fólico o vitamina B9, que participa en la formación de los glóbulos rojos, la producción de ADN y el crecimiento de los tejidos y las células.
No obstante, si hay una sustancia que llama especialmente la atención, esos son los glucosinolatos, compuestos químicos que le proporcionan su característico aroma y sabor dulce y, además, protegen el organismo de las infecciones y la aparición de algunos tipos de cáncer, pues disminuyen la inflamación e inhiben las enzimas que activan el carcinógeno.
De hecho, el prestigioso Instituto Nacional del Cáncer de Estados Unidos explica en su web que «los glucosinolatos de las plantas crucíferas se descomponen para formar compuestos biológicos activos como indoles, nitrilos, tiocianatos e isotiocianatos. Se ha descubierto que los indoles y los isotiocianatos inhiben la formación de cáncer. Varios estudios han demostrado que las personas que consumen mayores cantidades de plantas crucíferas presentan un riesgo más bajo de padecer cáncer de próstata, de pulmón y de mama». No obstante, se necesitan más estudios que determinen su acción frente a otros tipos de cáncer.
Cómo sacarle el máximo partido en la cocina
El romanesco se muestra en su máximo esplendor durante los meses de invierno, más concretamente desde octubre hasta abril. A la hora de seleccionar los ejemplares más maduros, los criterios a seguir son los mismos que para la coliflor o el brócoli. Es decir, debemos comprobar que no presenta manchas en las inflorescencias y que las hojas que lo recubren lucen un aspecto fresco.
Como hemos anticipado, proporciona un sabor más suave y una carne más tierna que la de sus parientes. Antes de cocinarlo, es preciso separar los ramos y las inflorescencias -las flores que se disponen sobre el tallo-, lavarlas y ponerlas en remojo en agua durante unos minutos. Si está tierno, podemos incluirlo en una ensalada, la cual podemos acompañar de frutos secos y huevo duro; o en una crudité, regado con salsa vinagreta, mayonesa e incluso salsa agridulce.
Sin embargo, lo más habitual es cocinarlo. La cocción no reclama más de cinco o siete minutos. Tras ella, se aconseja introducirlo en agua helada para cortar el proceso de cocción. Podemos saltearlo al wok con otras verduras, incluirlo en sopas y cremas o cocerlo al vapor y, posteriormente, regarlo con una pizca de aceite de oliva y vinagre. También funciona muy bien rehogado con ajos y pimentón, en tempura, rebozado e incluso asado con una pizca de sal. Asimismo, admite de buen grado los estofados de carne, las tortillas, los guisos de hortalizas, los salteados, las preparaciones con arroz o los gratinados, a los que dará un atractivo toque de color. Cómo podéis comprobar estamos ante un ingrediente que rebosa versatilidad.